Remembering Cádiz

Remembering Cádiz. Una semana estuve que solo tenía ojos para el viewer 16:9 de mi final cut. Mi madre se movió en su pequeña casa de un lado al otro para darme a entender que existía, que no era una planta. Injusto fui con ella, como con todas las cosas bonitas del mundo, aquella semana. Ay, remembering Cádiz. Era la primera vez que dormía en la nueva casa de mi madre, un ático en la calle Santo Cristo, en pleno centro, junto a la plaza Candelaria y muy cerca de la Catedral.

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El tiempo no pasa en balde. Pasa, es dolor. Veo mi madre envejecer. Más pequeña. Débil. Maniática. Su mirada cada vez desea buscar menos. Se basta con detenerse en una pantalla sobre la que se sucedan imágenes sin cesar.

En eso la televisión ha adquirido la condición de apéndice bastardo donde la memoria no escuece, solo circula. Memoria es ahí programación o parrilla, con ordenada puntualidad. Ahora bien, me pregunto si eso es leve, profundamente negativo, o si tiene de negativo lo que tiene la muerte, si no será consustancial a un ser humano que se ha ideado a sí mismo como un consumidor fundamentalista de imágenes (entran entonces en juego la calidad de las mismas, buenas, malas, haute, low, en el fondo, imágenes todas. ¿Hay de verdad tanta distancia entre los Inocencio X de Francis Bacon y los Call Tv de madrugada. O quizás todo es cuestión binomial y la verdadera distinción no se encuentra entre una imagen y otra sino entre el turn on y el turn off, entre la imagen y a no imagen, entre el encendido y el apagado?)

Evasión y victoria. Comí con mi padre en el restaurante Atxuri, en la calle Plocia, cocina vasca-andaluza (a mi parecer bastante más de la segunda que de la primera). Atxuri: nombre que posee resonancias emocionales breves (pero importantes) para mí. La casualidad a veces escribe discursos muy claros. Detrás de mi padre, a su derecha, comía Pedro Pacheco, quien fuera alcalde de Jerez de la Frontera en los 80 o 90, ahora de abogado de empresa, creo. Al otro lado, a la izquierda de mi padre, un viejo conocido mío, Carlos «el negro», al que ubico en los 90, cuando vivía en Cádiz y mis noches de fin de semana las pasaba tomando whisqui de 500 pesetas en la esquina de la estación de autobuses Comes, junto a la Plaza de España.

Le dije a mi padre: detrás tienes a Pacheco. Miró de reojo y sonrió. Pedro Pacheco fue un personaje histriónico, un alcalde populista que gozó de cierta fama en la escena andaluza como dirigente de un apenas esbozado Partido Andalucista, pero al que, como a tantos otros, el tren de la historia abandonó en una estación cualquiera. Seguramente un revisor le indicó: «no se preocupe, señor, el siguiente pasa en quince minutos…». Y probablemente habría habido ocasiones anteriores en las que, sí, un tren pasó sin demora a los quince minutos. La cosa es que un buen día eso no ocurrió. Y Pedro Pacheco enfiló una vida al margen (en el margen, más bien)

Eso mismo le comenté a mi padre: lo extraño que debía ser para las personas que han encarado la historia desde el primetime pasar a convertirse en un espectador más, sobre el que ni siquiera se desliza la posibilidad del peertopeer. «Ha de ser duro el momento en el que se te revela que tu tiempo ha pasado, la historia te ha dejado atrás, estás, como en aquella canción de los Rolling Stones con la que comenzaba el film Coming Home (1978), de Hal Ashby, con Jane Fonda y Jon Voigh, Out of time«. En aquel momento pensaba en Felipe González, en su afición por los bonsais (que no dejaba de parecerme una forma singular de desahogar la tensión histórica acumulada), en la escena final de Dangerous Liaisons (1988), de Stephen Frears, cuando Madame de Merteuil (Glenn Close) se desmaquilla frente al espejo y su imagen reflejada es el retrato ya no sólo de una derrota sino de la transhumancia de las épocas, su eterno presente se ha vuelto el pasado de todos; en Milan Kundera y su novela La Inmortalidad, cuando menciona la gran diferencia entre Mitterrand subiendo por las escalinatas a punto de entrar en la gloria y Jimmie Carter con ese ataque de corazón en directo, también por cierto fragmento  de la novela leido en internet, que encontré buscando recuperar para la memoria la secuencia de relación de los políticos (secuencia que no encontré, así que lo de Mitterrand y Carter lo dejo en el aire), fragmento que habla de un recuerdo de ella, de cuando de pequeña jugaba con su padre al ajedrez…

«Le había llamado la atención un movimiento que recibe el nombre de enroque: el jugador cambia en una sola jugada la posición de dos figuras: pone la torre junto al rey y desplaza al rey hacia la esquina, al lado del sitio que ocupaba la torre.»

Pensé entonces en el enroque. Vaya metáfora. Los enroques de la vida: pasar en una situación determinada a ocupar el sitio de la torre, un lugar esquinero y marginal, donde se nos vela y cuida, se nos tiene bajo protección, pero totalmente ignorantes y apartados del flujo principal de la trama. ¿No se nos enroca continuamente?. A los pocos años, cuando tenemos un hermano pequeño; cuando dejamos la edad bonita y nos estiramos y aún somos niños pero nuestro cuerpo empieza a llamar a la pubertad; cuando ocurre lo contrario, no mucho después, y nos sentimos adultos y no nos tratan sino como niños feos e incómodos; cuando somos jovenes hermosos y caemos en la cuenta de que ser adulto es peor que el tabaco o las gafas, algo que a cierta edad crees imprescindible adquirir y de lo que luego se convierte en un estorbo que te acompaña y persiste durante toda la vida ya de forma irrevocable.

Enroques también del amor: las sentidas palabras de un día en especial se vuelven rutinarias y opacas hasta que no las sentimos dichas por otro o hacia otro. En cualquier violencia se encuentra en todo caso el enroque fortuito que nos devuelve al círculo de protección psíquico por excelencia: el shock, la detención brusca de toda actividad intelectual consciente.

No obstante, los peores enroques vienen con la decadencia social del cuerpo, allá, cruzando los cincuenta. Y es ahí donde mi padre quiso matizar:

«No sólo es la Historia Oficial la que te deja atrás, ni eso les ocurre únicamente a ciertos personajes. Eso nos pasa a todos. A una edad. Con la vida. De repente un día tu vida representa algo pasado. Los códigos que se manejan te reposicionan en el «ayer». Y no es algo que uno decida. Lo suelen dibujar los demás. Otros te hacen ver que tú ya no estás en el puntal de lanza de esta sociedad».

Si debemos mirar cara a cara a la muerte, al dolor, a las penas y al sufrimiento, si debemos afrontar las arrugas como surcos de nuestra historia (enmayusculada o no, es la nuestra) y vernos salir  de la escena, del timecode social, ¿por qué no agazaparnos ante la gran pantalla? La evasión corre aquí del lado de la gratuidad del Real.

Por útimo, antes de acabar, La leyenda del Tiempo, de Camarón de la Isla. Estuve buscando un vídeo en condiciones en youtube. Al no encontrarlo realicé una aportación en forma de polaroid. Disfrutenla. Recomiendo ya de paso el film de Isaki Lacuesta, del mismo título, que pueden ver online aqui

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1 thoughts on “Remembering Cádiz

  1. Si, Pablito, este texto me deja triste, quizas no es tristeza sino añoranza. Me pasa como a Barthes, tengo una imagen de mama que es inamovible, el tiempo no la acompaña.

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